la habitación

La primera vez que vi esta casa me sentí muy contento. Era una buena propiedad, muy bien ubicada y con un precio genial. La había comparado con otras propiedades en el área y me sorprendió muchísimo que estuviese tan barata.
El día que me encontré con la corredora de bienes y raíces para hacer la primera visita no pude evitar preguntar porque el precio era tan bajo y después de varios intentos de eludirme el tema terminó contandome el misterio. Según contaban, en la habitación principal de la casa aparecian cosas raras... espíritus, ánimas, penitentes de otra vida, que se yo. Como nunca he creído en estos cuentos, no me preocupé en lo mínimo, así que sin pensarlo mucho desenbolsé el dinero para el enganche.
Simplemente no podía despreciar esta oportunidad.

Durante los primeros días todo transcurrió con normalidad, me instalé muy bien en la casa y en la «habitación encantada» —como la he llamado— solo se escuchaban los ratones corretear sobre el cielo falso.
Pero hace dos meses todo cambió. Comencé a escuchar sonidos de voces que venían de dentro de las paredes. Voces de gente conversando, discutiendo de la rutina diaria, de problemas personales, de relaciones humanas, de ¿juegos de poker?. No me asusté, solo comprobé de que la habitación si estaba encantada.
Para solucinar este problema de acústica, compré unos tapones de oídos... de esos que se usan en la contrucción y que están aprobados por una de esas normativas raras de seguridad, «Attenuation tested in accordance with ANSI S3.19-1974. Noise reduction rating NRR 33 dB, SNR 34 dB» decía en la parte posterior de la caja. Esto funcionó de maravilla hasta hace una semana cuando las voces decidieron dejarse ver.
Desperté a las tres treinta de la mañana y allí estaban, paradas alrededor de mi cama observando como dormía... en ese momento no supe que hacer, creo que estaba muerto de miedo... solo resolví quedarme en la cama mirando como hablaban entre ellas. Cuando se hicieron las cinco, se inicio la retirada, unas se refugiaron entre las paredes, otras en el espacio que hay entre el cielo falso y el techo, las otras solo se escurrieron, sin más reparo, bajo la cama.

Ya estaba empezando a acostumbrarme a ser observado en las noches, en realidad no me molestaba en lo absoluto. Me resultaba hasta entretenido en ocasiones ver como discutian entre ellas. Pero el día de ayer las cosas tomaron un rumbo diferente.
Me estaba duchando despues de cenar y al salir del baño sentí un olor a humo... a humo de cigarrillos. El olor venía de mi habitación —si, la misma que está encantada— al entrar encontré a una de las voces sentada en la cama fumandose uno de mis cigarrillos, no se me ocurrió nada más que saludar.
— Hola
— Hola —me contestó la voz en un tono amable
— ¿Puedo ayudarte en algo? —me atreví a preguntar
— Yo no necesito ayuda... —dijo, mientras buscaba en la mesa de noche algo donde depositar las cenizas— en todo caso el que necesita ayuda eres tú, o ¿por que crees que estamos aquí? Y creeme, necesitas mucha.

en otro sol [monólogo de un tonto iii]

En otro sol las cosas serían diferente, por ejemplo: la Tierra tendría anillos... un planeta con anillos es un buen invento. Además, sobre la tierra y el mar no habrían fronteras y viajaríamos a cualquier lugar sin papeles, pasaportes o documentos.
En otro sol, no existiría el primer mundo, segundo mundo o tercer mundo. Estaríamos o todos bien o todos mal, sin diferencias.
En otro sol, sufriríamos todos de una especie de daltónismo racial y no podriamos distinguir entre negros, blancos, amarillos, rojos, verdes o azules.
En otro sol, no solo existiría el caldo de pollo para el alma, sino que también contaríamos con pegamento para corazones rotos.
En otro sol, George W. Bush sería empleado ejemplar de la Casa Blanca... sería... el mejor limpiaventanas.
En otro sol, el dinero lavado perdería su color.
En otro sol, trabajarías 30 horas semanales y el sueldo alcanzaría. No habría televisión basura, las telenovelas no existirían y Don Francisco sería un monje budista. Si, en otro sol, los comunicadores sociales tendrían más sesos que maquillaje y las presentadoras de TV un poquito menos de silicona.
En otro sol, las personas serían valoradas por aquello que no tienen y no por las riquezas acumuladas.
En otro sol, Dios caminaría entre los mortales, habría desistido de su intento de reclutar almas para su lucha contra Satán y se dedicaría a la venta de seguros de vida. Cada dos fines de semana se reuniría con Elvis para beber cervezas y ver juegos de la NFL. Así, pues, sin religiones y sin el Sr. Bush las guerras se reducirían a casi nada.
En otro sol, Jesucristo, debido al fracaso de su padre, usaría la técnica de la multiplicación de panes y peces para luchar contra la hambruna mundial.
En otro sol, las grandes multinacionales compartirían sus ganancias con aquellos que están en lo más bajo de la línea de producción.
En otro sol, 2 + 2 nunca serían 5.
En otro sol, el nepotismo, la corrupción y la burocracia serían un delito. Y como delito grave serían castigados con la pena capital.
En otro sol, no dependeríamos tanto de Texaco y Shell.
En otro sol, aceptaríamos que la vida es una suerte de inexorables casualidades y que, aunque el tiempo marcha a paso invariable, hay noches que pueden ser más largas que otras.
En otro sol, no seríamos nosotros y posiblemente yo no existiría.
En otro sol, las cosas no serían mejores. Solo digo que sería otro sol.

El cordel

«¿Qué habre olvidado?» pregunta levantando la cara al cielo. No hay nada allí que pueda darle una respuesta, más bien, le inquieta que la lluvia no haya tapado el sol.
«¿Era una cita, o pagar una cuenta... ir al correo? ¿Qué sera?» piensa frotandose el dedo donde horas antes amarró el trozo de cuerda, un cordel que ata en su dedo anular siempre que necesita recordar cosas importantes, pero hoy no está seguro de que puede ser.

Su rostro mojado parece llorar, parece lavarse y llevarse consigo, entre las gotas de lluvia, las ausencias y ese constante sentimiento de culpa. Sus ropas empapadas ahora se le antojan más pesadas que los sinsentidos de este ensayo de vida, más pesadas que su lánguida existencia llena de nada.
De pie sobre la vía apura una sonrisa chueca apenas a tiempo para volver a recordar: «¿El cordel?».
A su alrededor una muchedumbre tumultuosa corre para guarecerse del torrencial aguacero mientras el sigue mirando, embelesado y al mismo tiempo distraído, como el sol danzando entre las gotas dibuja coloridos garabatos por doquier.
Llueve, llueve a cántaros y el cielo se niega a asumir algún tono gris, así como el sol no encuentra excusas para dejar de brillar, pero... «¿El cordel?... ¿Para que el cordel?» musita esta vez sonriendo como un niño.
A sus pies tiembla la tierra en una frecuencia usual, el agua escurre con mayor rapidez en su cuerpo, a lo lejos una bocina anuncia el tren llegar y se escucha a alguien gritar: «¡El tren! ¡Apartese que viene el tren!»
«¿El cordel?» se vuelve a preguntar.

52. Miserables

Hay especies de miserables. Están por supuesto los asesinos, los canallas, los uxoricidas, los degolladores, los verdugos, los envenenadores, los parricidas. Pero hay miserables recónditos, ladinos, furtivos, solapados, que se enmascaran de honestos, se camuflan de héroes, se fingen generosos.
La condición de miserables es un tumor del alma, casi siempre incurable, porque el alma no admite cirugías.
Una loca ambición del miserable suele ser el poder. Aclaro que no todos los poderosos son miserables, pero sí los más encumbrados, los hacedores y/o financiadores de armas atómicas, los invasores de paisitos, los blancos que discriminan a negros y amarillos, los cazadores de palomas y de liebres, los inventores de calumnias. Hay miserables diplomados, que a veces llegan a ser miserables diplomáticos, y no faltan los que son miserables consigo mismos, esos que le hacen zancadillas a su buena fe, o sea los que se borran de su propia memoria para convertirse en solemnes granujas.
Dicen que Dios creó a los miserables para proporcionar trabajo a los ángeles justicieros. Pero los miserables son capaces de cortarles las alas.

— Vivir Adrede, Mario Benedetti

*Con cuanto miserable he tenido que lidiar en esta puta vida.

Un largo paseo en un Thunderbird

Son pocas las cosas que recuerdo de aquella noche, como pocas fueron las cosas que llevamos en nuestro improvisado viaje, como pocas las palabras de Agustina después de subirse al auto.
«La vida no es justa» repitio una centena de veces en suaves murmullos al tiempo que presionaba levemente con el dedo índice su hinchado y morado ojo derecho. No había lágimas, tampoco hubo llantos, esto era un regalo de su padre, un regalo de despedida por querer escaparse conmigo. Una justa propina por habernos traido su viejo Thunderbird en la torpe huida.
«¡Mierda, que no es justa!» grito dandole un golpe a el tablero y por última vez se lleno el silencio del auto. Con el apagón de su voz tambien dejo de tocarse el ojo, rindiendose quizas al cansancio o quizas solamente olvidando la imagen de su padre sangrando de la cabeza y corriendo con dificultad tras nosotros.
Por mi parte tampoco había mucho que decir, no se supone que las cosas fueran de esa manera. No es así como sucede en las buenas historias de amor, donde los enamorados escapan y viven felices en un pueblito extraño.
En cambio nosotros, aquella noche, terminamos tirados en una cama de un hotel a un lado del camino, dandonos las espaldas como dos desconocidos y cada uno refugiado en su propia soledad.
A la mañana siguiente encontre que Agustina y el Thunderbird no estaban más conmigo.
No hubo más despedida que una nota escrita en un trozo de papel sanitario, «Me regeso con mi padre» decía.

las más pequeñas de las cosas

Son las más pequeñas cosas las que Gonzalo ama de Sofía.
Las más pequeñas, las que nadie nota, como sus parpados medio ojerosos, o la forma como levemente tuerce el labio inferior mientras habla, o esa extraña manía de doblar y anudar las servilletas de papel o como se le pierden las palabras cuando se siente incómoda.
Cosas como su timidez crónica y el sudor en sus manos cuando charla con extraños, o como en un gesto involuntario se le ilumina el rostro cada vez que le ve, o su forma de reir cuando Gonzalo le cuenta una de sus raras historias, o su manera de mirarlo cuando el finge estar distraido o como siempre le dice «Estás muy serio» cuando necesita que la hagan reir.
Son esas pequeñas cosas, la más pequeñas de ellas, las que Gonzalo ama de Sofía.