El cordel

«¿Qué habre olvidado?» pregunta levantando la cara al cielo. No hay nada allí que pueda darle una respuesta, más bien, le inquieta que la lluvia no haya tapado el sol.
«¿Era una cita, o pagar una cuenta... ir al correo? ¿Qué sera?» piensa frotandose el dedo donde horas antes amarró el trozo de cuerda, un cordel que ata en su dedo anular siempre que necesita recordar cosas importantes, pero hoy no está seguro de que puede ser.

Su rostro mojado parece llorar, parece lavarse y llevarse consigo, entre las gotas de lluvia, las ausencias y ese constante sentimiento de culpa. Sus ropas empapadas ahora se le antojan más pesadas que los sinsentidos de este ensayo de vida, más pesadas que su lánguida existencia llena de nada.
De pie sobre la vía apura una sonrisa chueca apenas a tiempo para volver a recordar: «¿El cordel?».
A su alrededor una muchedumbre tumultuosa corre para guarecerse del torrencial aguacero mientras el sigue mirando, embelesado y al mismo tiempo distraído, como el sol danzando entre las gotas dibuja coloridos garabatos por doquier.
Llueve, llueve a cántaros y el cielo se niega a asumir algún tono gris, así como el sol no encuentra excusas para dejar de brillar, pero... «¿El cordel?... ¿Para que el cordel?» musita esta vez sonriendo como un niño.
A sus pies tiembla la tierra en una frecuencia usual, el agua escurre con mayor rapidez en su cuerpo, a lo lejos una bocina anuncia el tren llegar y se escucha a alguien gritar: «¡El tren! ¡Apartese que viene el tren!»
«¿El cordel?» se vuelve a preguntar.

52. Miserables

Hay especies de miserables. Están por supuesto los asesinos, los canallas, los uxoricidas, los degolladores, los verdugos, los envenenadores, los parricidas. Pero hay miserables recónditos, ladinos, furtivos, solapados, que se enmascaran de honestos, se camuflan de héroes, se fingen generosos.
La condición de miserables es un tumor del alma, casi siempre incurable, porque el alma no admite cirugías.
Una loca ambición del miserable suele ser el poder. Aclaro que no todos los poderosos son miserables, pero sí los más encumbrados, los hacedores y/o financiadores de armas atómicas, los invasores de paisitos, los blancos que discriminan a negros y amarillos, los cazadores de palomas y de liebres, los inventores de calumnias. Hay miserables diplomados, que a veces llegan a ser miserables diplomáticos, y no faltan los que son miserables consigo mismos, esos que le hacen zancadillas a su buena fe, o sea los que se borran de su propia memoria para convertirse en solemnes granujas.
Dicen que Dios creó a los miserables para proporcionar trabajo a los ángeles justicieros. Pero los miserables son capaces de cortarles las alas.

— Vivir Adrede, Mario Benedetti

*Con cuanto miserable he tenido que lidiar en esta puta vida.