Un largo paseo en un Thunderbird

Son pocas las cosas que recuerdo de aquella noche, como pocas fueron las cosas que llevamos en nuestro improvisado viaje, como pocas las palabras de Agustina después de subirse al auto.
«La vida no es justa» repitio una centena de veces en suaves murmullos al tiempo que presionaba levemente con el dedo índice su hinchado y morado ojo derecho. No había lágimas, tampoco hubo llantos, esto era un regalo de su padre, un regalo de despedida por querer escaparse conmigo. Una justa propina por habernos traido su viejo Thunderbird en la torpe huida.
«¡Mierda, que no es justa!» grito dandole un golpe a el tablero y por última vez se lleno el silencio del auto. Con el apagón de su voz tambien dejo de tocarse el ojo, rindiendose quizas al cansancio o quizas solamente olvidando la imagen de su padre sangrando de la cabeza y corriendo con dificultad tras nosotros.
Por mi parte tampoco había mucho que decir, no se supone que las cosas fueran de esa manera. No es así como sucede en las buenas historias de amor, donde los enamorados escapan y viven felices en un pueblito extraño.
En cambio nosotros, aquella noche, terminamos tirados en una cama de un hotel a un lado del camino, dandonos las espaldas como dos desconocidos y cada uno refugiado en su propia soledad.
A la mañana siguiente encontre que Agustina y el Thunderbird no estaban más conmigo.
No hubo más despedida que una nota escrita en un trozo de papel sanitario, «Me regeso con mi padre» decía.